Así que, tras décadas de involución neo-liberal, de pérdida de derechos y libertades, de degeneración de la vida social y cultural, cada vez que surge un insoslayable movimiento popular, vindicando fundamentos democráticos elementales, el mundo (ultra) conservador, adormecido en su evidente propio-bienestar-"demorrágico", despierta milagrosamente redoblado, como contrapeso a lo desconocido, ese veneno tan temido de la burguesía bienpensante.
Así que cada vez que surge un movimiento rupturista, independentista (altamente cuestionable, al menos, en los que presuntamente se han erigido como adalíes coyunturales), la mayoría silenciosa de bien se reafirma multitudinariamente en su necedad pacata y reaccionaria abanderolada. "Nuestros detritus son los mejores detritus", parecen vociferar.
Cabría conjetura entonces que, tras todos estos frustrados asaltos rupturistas existe, en realidad, una maquinación de los eternos poderes de la derecha post-franquista (a veces franquista, sin aditivos) y de sus determinantes socios económicos para perpetuarse en el tiempo.
El miedo como restaurador del "equilibrio" perdido. La oportuna sublimación de pérfidos leviatanes (populismos, soberanismos, dictacracias…) que atemorizan a una ciudadanía bien acostumbrada a compartir el lodo y la podredumbre, irremisiblemente renuente a la conciliación de lo que una vez pudo ser progreso. Viejas artimañas para un público enroscado en síndrome de Estocolmo permanente.
Casi nos "convendría" que nada se modificara en décadas, como la ilusoria imaginación de una cultura sumergida en el tiempo (¿Hispalis? ¿De Hispania?), porque las regresiones vuelven con tal virulencia que quienes más las sufren son los que más luchan contra ellas.