La caja del diablo. Comunicación Audiovisual. 2017 |
El personaje principal masculino, un artista bohemio incomprendido, más propio del XIX que del nuestro, se aferra a la "autenticidad" del piano clásico frente a la vulgaridad de un sintetizador Korg (mon dieu!), al jazz clásico como a un presente eterno (hispalense style) porque lo nuevo es motivo de desagrado. Como si el continente fuera el causante de todos los males. Las artes mayores y menores. El hombre frente a la máquina. Lo anal-lógico frente a lo digital. Sopor e incredulidad.
Ella practica el mismo planteamiento pero en el tautológico mundo de la representación. Un cosmos almibarado en el que lo femenino queda relegado a una conjuntada paleta de colores vistosos en coordinados movimientos. Girls, That's entertaiment!
El comportamiento, la vestimenta, hasta el coche del genio-posh forman parte de un pasado que no va a regresar, salvo en forma de filme, una estrategia que entronca con la tradicional interpretación de la imagen en movimiento como sedación. Así se congelan los sueños y las aspiraciones, cualquier posibilidad de cambio, una involución que no es ajena a las actualizaciones y desarrollos políticos neoliberales así como sus monstruosas deformaciones actuales (So far, so close). Nada es gratuito, ni el planteamiento, ni el argumento, ni la puesta en escena. El gran sueño americano, una mentira repetida convenientemente se convierte en verdad.
El triunfo de lo previsible, rancio y sexista se mete hasta en la bebida. Mientras él consume una cerveza ella siempre toma un refresco. No vayamos a salirnos del plato mientras miles de mujeres realizan marchas por las defensas de sus derechos en pleno siglo XXI. No intentemos dar una posibilidad de transgresión de las convenciones y los arquetipos, blanco y negro, porque todo eso es feo, desagradable y poco "romántico" (menudo término, tan manido como despojado de su original sentido).
Aquí presenciamos la concatenación de fórmulas trilladas, una pulp fiction de la que poco se puede extraer. La más que demostrada decadencia de un cine a la deriva en décadas de espiral. Repetición de unos estereotipos que sólo convencen a un público estadounidense (o yanquifílico, que para tontos hay un mercado entero) encantado de conocerse. Ese ejercicio tan onanista norteamericano de sublimar su propia sublimación, la estrecha y paticorta historia forjada a golpes de exiliados europeos. Europeos, no indígenas. El soterrado gran beneficio de la segunda guerra mundial: Bretch, Weill, Fritz Lang, Van Der Rohe, La Bauhaus, entre muchos, muchísimos… El mismo Cine en un cruel guiño de los acontecimientos, mucho menos que una obra (esotérica) del destino.
¿Y qué hacemos en la vieja Europa? "Te saludamos con alegría" cualquier acontecimiento que venga de allá (un timo de la estampita reversible), sin valorar cuánto de acartonado tiene el film, cuánto de trasnochado es su postmodernismo: una suerte de capitalismo estertor de estertores, cuánto de maniquea la propuesta, cuánto de presuntuosa esa huida hacia adelante metamorfoseada en creerse grandes, únicos, cuánto de "frescura" y "originalidad" nos intentan meter entre los ojos. El guiño flashback de un tuerto impostor.
El director sucumbe con gustoso y oportunista placer a la propia trampa que el personaje propone en su (primera) defensa de los valores clásicos: un signo de decadencia cultural, magnitud diez en la escala Richter. Porque "la música se muere" (what did you say?), porque se trata de defenderla de los agentes nocivos de la contemporaneidad: suena todo a fascismo conspiranoico, el mismo fascismo que atinaba a desglosar el lúcido Umberto Eco.
Habría entonces que andar vacunado frente a tanta estulticia y disparate. Quizás sería un oportuno antídoto el certero exabrupto que en su momento profirió Steve Coogan en "24 Party People", álter ego del legendario Tony Wilson: "La verdad es que el jazz es el último refugio de los que no tienen talento. Los músicos de jazz disfrutan de lo que tocan mucho más que quienes lo escuchan. Es como el Teatro". En vías del favor de una iconoclastía saludable, qué tal el cine que se orina encima de su pasado por ventajismo y chantajismo emocional.
Nos subyuga el hecho, a todas luces irrelevante, de que los actores bailen y canten aun no siendo profesionales del ramo. Eso hace reduplicar la cualidad sinestésica del largometraje, la valoración del mismo como una edulcorada anestesia a merced de los sentidos sentimentales y las pasiones rosa púrpura del Cairo. Qué cosa más trasnochada ver bailar y cantar a unos personajes en medio de un diálogo, como si fuera lo más normal del mundo. El enaltecimiento del esperpento. Ni la representación aguanta semejante injerto.
Decididamente No. No somos (siquiera fuimos) ni Weill Weil-Weil-Weil!, ni la opereta berlinesa, Astaire quedó en el reflejo del último Gatsby de saldo, a Fosse volvería a darle un infarto ante semejante obsolescencia programada y los hippies de Hair se harían incondicionales de Trump después de visionar el tralalá trilero.
La egresión visual no conoce de mesura o ética de estilo y volver la vista atrás, en estos casos, sólo nos prepara para una gran contusión en mitad del camino. La misma que ya nos aqueja aunque algunos traten de esconder la cabeza. Finicrepuscular.