
David Lynch. "Lost Highway". 1997
Solía tener una teoría, la Teoría. De esas con denominación de origen, propias de la casa (aunque fundamentada en la sabiduría popular), que se repetía y repetía una y otra vez para solaz de uno mismo y tormento de mis queridos (y queridas) allegados. La sabia experiencia hablaba por boca de quien presuponía que una raposa siempre gozaría de una situación de privilegio, bien ganada, frente a la cándida alma desvalida, dada la condición diáfana de la actitud de aquella: una deseable transparencia del mal directa, ausente a priori, en la glauca inocencia de la segunda.
Esa teoría, tan persistente en la línea del tiempo, fracasó en cuanto se pudieron verificar los imponderables de los incontrolables sucesos, confundiendo modos y formas, cual efectos especulares triplicados, metamorfoseando el pasado en el presente, convirtiendo en gigantes viejas glorias denostadas y en ínfimas criaturas mórbidas, deformes aquellas burdas y grosseras verdades "de barrio", callejeras, disolviendo la exclusividad de la perversión en una indiferenciación a todas luces paralizante, un amplio espectro de grises existenciales que desacreditan la creencia maniquea que deviene certidumbre: el aliento de la vida o la supervivencia, según se mire.
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