jueves, 30 de septiembre de 2010

El espejo

















Solíamos claudicar y cuando solíamos claudicar, consentíamos, vaya si consentíamos... Solíamos renunciar, y en qué modo renunciábamos... oyendo a deshoras el tic-tac del reloj, como si no fuera con nosotros... Solíamos creernos inmunes a la irresponsabilidad, repletos de hojas de laurel... Solíamos ceder al chantaje, plegarnos al más vil de los procedimientos sociales, ajenos a sus usos espúreos, maniqueos, sin apenas cerciorarnos... Solíamos pensar en el crecimiento sin límites, más allá de nuestros deficientes presupuestos... Solíamos creernos "túyyo" cuando nuestras vidas se unirían en el infinito, incluso más allá... Solíamos estar ajenos al extrañamiento afectivo, a la dislocación sentimental, cuando no dejábamos de ser, tristemente, como somos ahora, exactamente iguales...

2 comentarios:

María Jiménez Aguilar dijo...

Qué maravilla, poder abandonar recuerdos, lazos, relojes, laureles, para tener acceso, y en primera clase, al infinito. A veces la memoria sólo sirve para hacer nuevos esclavos. ¿Qué tal si me permites que "ilustre" tu texto un poco más, por medio del oído? Espléndida Stacey Kent, sublime orquestación. Disfrútala.
http://www.youtube.com/watch?v=IdGpy-TaZK0&feature=related

Antonio D. Resurrección dijo...

Las manchas obstinadas que, más allá de disolverse, se solapan en una espiral infecciosa. El infinito prolonga el desencuentro hasta un punto impropio, inalcanzable.

Estupenda canción de Henri Salvador. Mi adorada Keren Ann también tiene versión.