viernes, 22 de julio de 2016

Loló-lolololololó-loló



















De los que escuchan música como si fuera un muzak inconsciente, en esa sempiterna concepción del mundo artístico con un innegable sabor a desdén, el capricho frívolo que acompaña mis labores cotidianas o el overdosé de wick-end, ajenos a cuanto de mensaje pudiera tener el mensaje musical. La radiofórmula tiene mucha culpa de eso, un señuelo que se extiende hacia parajes hasta ahora remotos.

Gente que se saben al dedillo las letras, tararean al completo estribillos, aplauden los letales mensajes de alguna que otra banda o hasta identifican sus correosas letras sin pararse a pensar qué mensaje verdadero tienen. Gente que creen que el existencialismo o la amargura del crooner es un estado impostado difícil de creer o siquiera digno de ser cuestionado, valorado. Gente que colecciona canciones pacifistas, buenrollistas que anhelan un mundo mejor y poco o nada hacen por cambiarlo, votando justo a quienes propician lo contrario, porque para ellos la Música es un entretenimiento, una especie de anestesia social. Gente que visitan festivales de música porque es trending topic pero no se impregnan ni un octavo del contenido esencial musical. Más pendientes del selfie y de la constatación de que estuvieron allí. Gente que se obsesionan con el autógrafo pero que son incapaces de permanecer en silencio en un concierto, de respetar al creador y pagar por su creación.

Parece que, a través de este colectivo consumista, consumado y contumaz, hemos pasado de la ignorancia y el distanciamiento hacia lo cultural, a una proximidad falsaria tan inmediata que impide valorar lo artístico como una creación independiente, crítica, única frente a su objetualización mercantil.
El mediocre encanto de una burguesía podrida que se refleja a sí misma en su propia futilidad o el todos somos indies, que no independientes, de temporada.

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