jueves, 4 de noviembre de 2010

Premonición






















La luz asomaba a través de un minúsculo vano, en esas horas en las que la gran ciudad, aquejada de innumerables dolencias, como un viejo monstruo moribundo, despertaba del hiato nocturno. Aquella mirada poseída de un malestar apenas evidenciado, casi teleológico, admonitorio, observaba desde la cámara oscura las miserias del vecindario, reveladas en esa posición privilegiada panóptica que dan las alturas, ampliables a una distribución reticular que rendía pleitesía a las ínfulas de perfección del Racionalismo, ultrajado entre la chatarra y la decadencia de la naturaleza asilvestrada circundante. Basura, desechos, detritus, despojos morales, humanos.
Cuerpo desnudo bajo la ducha, ajeno al severo frío de agosto, anestesiado por una visión sometida al encuadre de un añejo cristal arañado, convertido en translúcido, mientras las tuberías escupían el patético chorro entrecortado de agua purificadora. El leve vibrar del cableado eléctrico, tensión camuflada entre la vegetación y un cielo permanentemente pintado de gris, salpimentado de grandes nubes que no nos pertenecían (nos extrañaban), al igual que tampoco eran propiedad de ninguno de los que alardeaban, como letanía nacional, de autenticidad territorial. Decididamente extranjeros en una atmósfera indescriptible, a ratos traicioneramente acogedora, doméstica, salvaje. Recuerdo del aire, ese aire inefable marcado con fuego en la memoria. Aquel ir y venir de aviones que bramaban en el boceto de mañana, compitiendo con los excitados pájaros, ángeles celestiales transformados en evidencias de la fugacidad de nuestras ilusiones, mientras el vaho inundaba los ojos convirtiendo en borroso irreversible lo que un buen día fue nítido y cristalino.

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